Como sociedad hemos idealizado muchas cosas, entre ellas la muerte. Creemos que morir «bien» es hacerlo de muy viejitos, después de haber alcanzado todas las metas y logros que culturalmente nos hemos impuesto. Hemos uniformizado la vida, y con ello, la muerte, y eso, cuando nos permitimos mencionarla.
Entonces cuando una muerte se da fuera de ese contexto «ideal» de vejez y logros alcanzados, creemos que estamos o algo está mal, que fallamos o alguien falló. Esto fue sin duda lo que pensé cuando mi hija Elisa murió. No puede ser. No DEBE ser. Los bebés no se mueren. Los niños no se mueren. La gente joven no se muere, o por lo menos, ninguno de los anteriores DEBERíA morir.
Démonos unos segundos para procesar esto último. Según nuestra sociedad actual, sólo los viejos se deben morir. Pero la realidad es otra. Hay bebés que mueren durante el embarazo, otros en el parto, otros más a los días, o meses. Hay niños que mueren y personas jóvenes que también. ¿Cómo conciliamos esta realidad con nuestras creencias? ¿Cuál se debería ajustar a cual? ¿Cuándo se debe morir?
Seguir en la negación de la muerte si no cumple con los requisitos que hemos impuesto nos está haciendo daño. Entenderla como un fracaso si no se da como creemos que debería, también. Ese daño se refleja en las culpas, en el aislamiento, en ese sentirse «raro» cuando es a uno a quien le pasa eso que no DEBERÍA pasar. Creo que todos conocemos por lo menos una de esas excepciones a la muerte ideal… y solo por eso ya no son tan excepcionales.
Sé que reconciliarnos con nuestra mortalidad es difícil. Sé que hablar de estos temas es como mínimo incómodo, pero también sé que hacerlo, además de liberador, es necesario. Porque ya hay suficiente dolor en las pérdidas, como para sumarles el de la supuesta anormalidad.
Una manera de ayudarnos a digerir que la muerte, aunque no deseada, sí puede ser normal en cualquier momento de la vida, puede estar en entender que más allá de nuestras creencias religiosas, todos venimos a este planeta a vivir experiencias. Y ¿cuánto se necesita para vivir una experiencia? a veces segundos, y otras todo un siglo.
¿Quiénes somos para juzgar cuál experiencia es mejor que otra? ¿Desde cuándo lo que determina la calidad de una experiencia es el tiempo? Lo que hace buena una película no es cuánto dura, sino lo que nos hace experimentar. A lo mejor así puede ser con la vida… a lo mejor así puede ser con esas vidas que nos dejan antes de llegar al final «ideal». A lo mejor, hasta con nuestra vida, importa más la calidad de la experiencia que la cantidad.