Yo, como la gran mayoría de quienes se permiten mencionarla, sólo llegué a hablar de la muerte cuando me tocó. Y me tocó tanto en el sentido de obligación, como también en el sentido físico. Me tocó el alma con la muerte de mi hija y así me obligó a hablar de ella.
Hoy, lamento que esa conversación no se haya dado antes. Hoy, veo como la evasión a la muerte nos hace daño. Hoy se que hablar de la muerte no es invocarla y que lejos de hacernos mal, nos aporta.
Porque la muerte es nada más ni nada menos que parte de la vida.
Porque el final de la vida puede ser uno de los momentos más importantes y sagrados de nuestra experiencia.
Porque hablar de la muerte y asumirla, nos enseña a vivir plenamente nuestra vida.
Porque podemos morir mejor cuando nos hemos permitido contemplar la experiencia.
¿No vale la pena entonces hablar de ella y reconocerla?
Lo que experimenté en el momento en el que Elisa murió fue sin duda dolorosísimo, pero también místico y muy poderoso, algo que jamás podré describir con palabras. Desde ese momento sé que hay más de la muerte de lo que creemos y de lo que tememos.
Así mismo, otras experiencias que he vivido, más aquellas que me han compartido en mi consulta, reafirman que es muy poco lo que sabemos de la muerte, o por lo menos lo que nos permitimos saber al evadirla, al quererla negar. Y que por el contrario hay mucho por descubrir, por soltar o por valorar cuando la hacemos parte de nuestra experiencia.
Porque cuando nos permitimos nombrarla, cuando vamos más allá del miedo y la evasión, cuando dejamos de considerarla un fracaso o algo que no debe ser, aparece un mundo muy poderoso, que al final, nos enseña a vivir mejor.
Por todo esto creo que debemos hablar de la muerte. Porque al final cualquier conversación de la vida, sin mencionar a la muerte, estará siempre incompleta.